miércoles, 27 de octubre de 2010

UNA LUCHA DESIGUAL

Un hecho vivido por Elio Ferrer*.

Durante unas vacaciones en el año de 1967 que disfrutaba en Santa Cruz de Bucaral, población enclavada en la sierra de Falcón, presencié algo inusitado a mi experiencia. Les cuento: fui invitado a pasar unos días en casa de la familia de un compañero de estudios, Enrique Loyo, con quien compartía juegos, lecturas, música (él es el músico y cantante) y otra serie de circunstancias que nos brindaba la vida en esa época de juventud.

En el transcurso de uno de esos días, alrededor de las cinco de la tarde, mientras nos entreteníamos en una tertulia familiar y degustábamos de manjares caseros preparados por las manos prodigiosas de Doña Dominga, madre de Enrique, oímos un alboroto proveniente de la calle. Nos alarmamos, puesto que, a pesar de que Santa Cruz es un pueblo donde reina normalmente la tranquilidad y el sosiego, tanto que a veces raya en la cotidianidad y la rutina, no es menos cierto que dos hechos, para el momento, perturbaban de vez en cuando este estado de normalidad: uno de ellos era, o mejor digo, sigue siendo, la rencilla secular que mantienen dos familias por causas que ya se perdieron en la leyenda y la tradición y que ocasionalmente son fuente de acontecimientos nada saludable para algún miembro conocido de la comunidad; la otra era la existencia de grupos irregulares opuestos al gobierno que se habían enquistado en el territorio y que con cierta frecuencia provocaban enfrentamientos con tropas regulares, con la consecuente ola de comentarios y alarmas.

Pero en esta ocasión el bullicio no lo provocaba ninguna de las situaciones anteriores. A penas nos reponíamos de la sorpresa inicial cuando entró uno de los hermanos de Enrique que repetía: ¡una pelea! ¡una pelea!, al instante salimos a la calle que daba a la plaza principal del pueblo imaginando ver a algunos jóvenes enfrentados en un pugilato de esos tantas veces presenciados y en los que con mucha frecuencia en mi pubertad me había involucrado. Pero cual sería mi sorpresa que lo que estaba presenciando era una lid de esgrima entre un hombre ya entrado en años, 58 años, me enteré después, y un joven de unos 25; sin embargo, lo peculiar del asunto era que éste blandía un machete de los usados para la labor diaria de desmonte y aquel un garrote de los que con mucha frecuencia se les ve caminar por el pueblo como un atuendo normal, que llevan bajo el brazo, con la misma naturalidad con que llevan el sombrero en la cabeza.

La primera impresión nos llevó a pensar en la ventaja de quien blandía el machete y que aquel encuentro concluiría en un fatal desenlace para quien portaba el garrote. Sin embargo, para tranquilidad de los que presenciábamos el inusual combate, este último se defendía magistralmente esquivando con pasmosa tranquilidad los embates de su contrincante. Por instantes pensé en un ballet donde dos bailarines ejecutaban una danza esmeradamente ensayada y primorosamente ejecutada. Cada lance del machete era bloqueado por un movimiento rápido y certero por el del garrote mientras daba pasos hacia atrás buscando refugio en el zaguán de una casa aledaña a la plaza desde donde lo conminaban a entrar. En ese momento el hombre del garrote ejecutó dos movimientos rápidos y certeros dirigidos al codo y a las manos de su contrincante. Esta maniobra hizo que éste retrocediera unos pasos, circunstancia que aprovechó para entrar en el zaguán desde donde lo llamaban cerrándose dos puertas tras él. El resto de la escena se disipó entre el vociferar del que quedó afuera frustrado y los comentarios, dimes y diretes de los espectadores.

Posteriormente, esa experiencia vivida sólo uno tres minutos, me hizo revivir esa estampa tan típica de nuestros pueblos de ver hombres portando un garrote, normalmente bajo el brazo, sin que nunca me preguntara sobre su finalidad o utilidad. Al menos en esta ocasión supe para lo que sirve un garrote.

*Profesor universitario, filósofo. Mi tio y buen amigo.