jueves, 6 de diciembre de 2012

“Aventura”: Relato del juego de palos en el Zulia en el Siglo XIX.


En la obra "Uno de los de Venancio" (1924)*, el autor mirandino Alejandro García Maldonado (1899-1961), relata una aventura vivida por tres personajes en "El Saladillo" de Maracaibo (Estado Zulia), quienes usaron en la contienda una vera amarilla, un guayabo y un grueso garrote de puño de plata. "Aventura" es el título del capítulo en donde se destaca la hazaña del protagonista Miguel "Miguelito" Herrera y su maestro el zambo Matías contra un consumado esgrimista del bastón del Maracaibo del siglo XIX, el famoso "Golondrino".


“Uno de los de Venancio”

“Aventura”

"Tres sombras nos deslizamos en la oscuridad. Cruzamos un callejón contiguo a la calle del Jabón, rumbo a los barrios de peor fama. La iluminación se hace cada vez más deficiente. El farol de la esquina, con su luz anémica, amarillenta, casi agonizante, es el límite fijado a la zona de relativa seguridad. De allí en adelante nos lanzaremos a plena aventura", dice Miguel: "Voy armado de una buena vera, amarilla y lustrosa, y el bolsillo del pantalón se me abulta con una navaja rabona que he querido llevar con reserva, por si es necesario usarla en caso de apuro.
El largo Hermócrates es uno de mis compañeros. El otro es nada menos que mi maestro de esgrima maderera, el zambo Matías en persona. Hermócrates no está de acuerdo con esta incursión belicosa. Su temperamento apacible y su buen sentido le hacen ver claramente lo absurdo de mi propósito, pero sus consejos no hacen mella en mi decisión. Además, me siento apoyado y protegido por el propio zambo Matías, a cuya opinión asigno un gran valor. El zambo es un hombre de gran experiencia, sus chicharrones cenicientos lo proclaman así, aunque sería empresa harto escabrosa precisar el número de años que la naturaleza empleó para despigmentar sus cabellos.
A pesar de la aprobación que imparte a mis locuras, el zambo no es de temperamento levantisco, antes al contrario. Su bondad es proverbial, aunque cree firmemente que el mundo es de los guapos. Para él, guapo y tirador de palos es una misma cosa. Hasta los éxitos científicos los explica a su manera. "Ese dotol es chivato -dice- porque antecedente, cuando chavalón, fue tirador de palos". Y nadie lo hace desistir de su idea. Para él no hay mayor mérito en el mundo que el que imparte esta habilidad. A mí me ha tomado un gran cariño. Soy "su esperanza", como dice frecuentemente. Me ha enseñado todas las triquiñuelas del oficio y está tan satisfecho de su discípulo que cree a pie juntillas que puedo habérmelas tiesas hasta con el propio Chato, aunque mis pretensiones no llegan a tanto. El solo nombre del Chato o del Golondrino me hace palidecer aún.
Hermócrates trata de convencerme, con razones ya profundas, ya atipladas, según sus modalidades laríngeas, para que renuncie o al menos aplace mi descabellada e inútil empresa, pero el zambo protesta indignado. La aventura de esta noche la acometo bajo sus auspicios.
-Mirá, Miguel -me dice el largo Hermócrates con gran sentido práctico-, nada vais a ganar con agarrarte con esos saladilleros. Venite p'al billar otra vez y no te metáis en brollos.
Es cosa convenida que Hermócrates nos acompañará solamente hasta el farol divisorio. De ahí en adelante irá conmigo el zambo en calidad de guía y espaldero, para evitarme emboscadas y cayapas.
Una peinilla, oculta en una sucia vaina de cuero, pende de su hombro y un guayabo requemado, reliquia de su veteranía, tesoro de sus buenos tiempos, se balancea modestamente, a la manera de un bastón inofensivo, bajo su diestra negra y callosa.
La pulpería de Tiburcio es el sitio escogido para mi iniciación en estas andanzas. Así fue decidido por mi compañero después de maduras reflexiones. Al principio se había pensado en una garita situada en el propio corazón de El Saladillo, donde se juega, se baila y se bebe sin tasa ni medida, y que goza de un envidiable renombre debido a que en ella son frecuentes las tragedias auspiciadas por el aguardiente. El amo y señor de tan interesante centro recreativo es el propio Chato, inquietante circunstancia que contribuyó a disuadirme de tentar la empresa por ese lado.
El zambo, entusiasmado con su modesto discípulo, no ve inconveniente alguno en que me enfrente "pelo a pelo" con tan terrible personaje, pero he glosado de tantas maneras las hazañas de este héroe del hampa saladillera que soy víctima de mi propio exceso de imaginación y no puedo sobreponerme a la idea que me he forjado de sus fantásticas condiciones.
La elevada silueta de Hermócrates se yergue junto al farol, alicaída y preocupada. Su estatura es tan exagerada, que su cabeza, tocada de un minúsculo sombrero, alcanza el mismo nivel que la anémica lucecilla de petróleo. No tardamos en perderle de vista. Caminamos de prisa en la oscuridad. Son las nueve, más o menos. En el silencio reinante se perciben voces aisladas y llantos de chiquillos tras las cerradas puertas.
Me siento algo extraño y desasosegado, lo que atribuyo a la natural excitación de todo bisoño, pero no experimento temor alguno. La mano se me crispa involuntariamente sobre la vera, amarilla y lustrosa. Ensayo rápidos molinetes con una soltura que me ha valido muchas veces las congratulaciones del zambo y me siento satisfecho de mis condiciones físicas. Un par de encuentros con hombres sospechosos, de mala catadura, no ha tenido consecuencias desagradables gracias a nuestra actitud decidida y a la peinilla de Matías, que, apenas salida de su vaina, brilla con tan siniestro resplandor que nos alegra el alma. Según mi compañero estamos ya próximos a nuestro destino. En efecto, apenas transcurridos breves minutos, la pulpería de Tiburcio se hace visible a nuestros ojos. No difiere en nada de cualquiera otra pulpería, aunque es más espaciosa y de mayores pretensiones. Por el contraste que presenta con la oscuridad reinante su iluminación, a base de candiles de petróleo, se nos antoja deslumbrante. La concurrencia debe ser levantisca porque desde aquí se percibe el eco de gritos y discusiones. En un guardacantón de la esquina están atados dos caballos ensillados, de aspecto tristón. Sus propietarios han entrado probablemente a remojarse el gaznate. Los podemos ver desde aquí, fácilmente reconocibles por los sombreros alones de “pelo de guama". Deben ser dos montunos o trabajadores del campo lo suficientemente "atravesados" para correr el riesgo de un encuentro con malhechores nocturnos. Matías me hace una seña y entramos en la pulpería. Tiburcio, el propietario, me mira con extrañeza. Es un hombre enorme, obeso, de bigotes inverosímiles. Luce franela de rayas rojas de dudosa limpieza y sobre la panza inmensa, tratando en vano de contener la avalancha de grasa, le cruza una anchísima faja de cuero negro con rojizos pespuntes, de la cual pende, a la manera de un apéndice, un cuchillo de regular tamaño. Una tertulia de hombres torvos, probables parroquianos habituales, posesionados del modo más pintoresco de improvisados asientos constituidos por rollos de mecate y aún por el rechinante mostrador, departen entre sí de la manera más ruidosa y agresiva. Por la facha que se gastan barrunto que se trata de un grupo de los temibles guapos saladilleros, sospecha que me produce satisfacción, aunque con mezcla de cierto sobresalto que no puedo desechar por completo. En rigor no puedo quejarme, pues a gente de esta clase es a la que, precisamente, he venido a buscar. Los examino con atención. Su indumentaria es heterogénea pero uniformemente sórdida. Hay entre ellos, sin embargo, una notable excepción. Se trata de un hombre de edad indefinida vestido con esmero, aunque con una exageración de mal gusto. Leontina dorada sobre el chaleco y sortijas en los dedos. Algo tan insólito que me deja perplejo por un instante. El elegante saladillero luce también un sombrero de fieltro negro coquetonamente ladeado sobre una melena abundante y brillante por el exceso de grasa. Sus labios, contraídos en un rictus perenne, permiten ver parte de sus dientes orificados. Nunca he visto nada tan agudamente desagradable como la fisonomía de este hombre. Un bastón grueso, de corto puño de plata, descansa sobre sus rodillas y cuando se dirige a sus compañeros lo hace con tal aire de suficiencia y autoridad que me causa un escalofrío de disgusto.
En un rincón de la pulpería alcanzo a ver a una mujer morena, joven aún, de. pelo alborotado, que ríe en este momento las discutibles gracias de un borrachito desmirriado, con cara de ratón, que balbucea incoherencias sobre un vaso de aguardiente.
El zambo y yo con un "salú, señores" nos acercamos al mostrador. Solamente los montunos, que se retiran ya, responden a nuestro saludo. Los guapos nos miran de soslayo, recelosamente.
-¡Mi alma! -exclama sorprendido Tiburcio, el propietario, con una voz de timbre afeminado sorprendente en aquel hombretón-. ¿No sois vos el Zambo Matías? ¿Di´ ande salís ahora, cristiano?
Tiburcio y el zambo se saludan con una efusión de antiguos amigos. Pedimos un par de palos de ron que trasegamos al gaznate de un solo golpe, como expertos. -¿Di’ ande habéis sacao a este patiquín? -pregunta Tiburcio al zambo en voz baja, pero que oigo, sin embargo perfectamente.
No me siento muy a gusto en este momento. Las cosas no suceden exactamente como me las había figurado. Hasta me siento algo ridículo con la vera, amarilla y lustrosa, entre mis manos. Creo sorprender una irónica chispa en los ojos del elegante, circunstancia que aumenta mi confusión. A pesar del trabajo que me he tomado en arreglar mi indumentaria sospecho que ésta revela mi condición de patiquín lo suficiente para hacerme víctima de la animadversión general. Para remate la moza de pelo alborotado, cansada de departir con el borrachito desmirriado, dirige sus eróticas baterías contra mi persona. Fingiendo arrumacos se me acerca hasta el punto de arrojarme a la cara su aliento aguardentoso y trata de abrazarme con la desvergüenza característica de su oficio. A pesar de mis pujos de hombre formado carezco de la experiencia del prostíbulo, Un pudor innato me lo ha impedido. Este incidente acaba de desconcertarme. No pude prever semejante contingencia. Mi confusión produce probablemente un cómico efecto porque oigo al elegante saladillero y a sus compañeros prorrumpir en tan soeces carcajadas que se me antojan una provocación. Rechazo a la mujer con aire decidido. Debo estar muy pálido. El zambo Matías me toma por un brazo e intenta decirme algo por lo bajo, pero lo rechazo igualmente. Cuando la cólera me invade lo veo todo rojo y no soy capaz de contenerme. Además he venido a fajarme y debo aprovechar tan excelente ocasión. Avanzo con decisión hacia el petimetre saladillero que se ha levantado de su asiento y recogido su grueso garrote de puño de plata. Me resulta tan repulsivo este individuo, con ese rictus que le levanta el extremo del labio superior dejando al descubierto los dientes orificados, que me causa escalofríos el sólo contemplarlo, como si se tratara de una serpiente. Noto que estos guapetones no me toman en serio. Soy objeto de una rechifla. Sólo cuando mi vera, amarilla y lustrosa, describe en el aire un rápido molinete y se abate sobre su objetivo, que en este caso es el propio elegante, es cuando comprenden que la cosa va de veras.
Apenas he iniciado el ataque cuando me percato de que me las he de haber con un maestro consumado. A pesar de mi rápida acometida el saladillero, con su garrote de puño de plata, ha ejecutado un quite admirable, sin esfuerzo aparente. Sus compañeros, como si obedecieran a una consigna, se retiran a un lado abriéndonos sitio. El saladillero ríe con tan insolente desdén que aumenta mi indignación y agresividad. Mi ataque es brusco, rapidísimo, lleno de decisión. Nunca me he sentido tan seguro de mí mismo. Tan pronto silba mi vera en trayectorias verticales como zumba en horizontales. Se oye un continuo golpeteo, a veces tan poderoso que parece un milagro que los garrotes no estallen con el recio choque, pero tengo plena confianza en la solidez del mío. Ha sido escogido por el propio zambo Matías y posee una resistencia única. El elegante continúa a la ofensiva, haciendo derroche de seguridad y maestría y sin demostrar esfuerzo alguno al contrarrestar mi ataque. A pesar de la cólera que me invade me doy cuenta instintivamente de que mi contendor quiere cansarme, agotar mis fuerzas en lo posible antes de tomar la ofensiva. Los consejos del zambo me bailan en el cerebro. Cambio mi tren de ataque por otro menos movido. En una treta, aprendida de mi maestro, finjo un ligero descuido y me descubro por un instante, lo cual aprovecha mi contrario para lanzarme, con su grueso garrote de puño de plata, un golpe tan endiablado y decidido que allí hubieran acabado mis aventuras sin mi agilidad y juventud. Esquivo el golpe con rapidísimo movimiento mientras mi vera, amarilla y lustrosa, se abate silbando sobre el hombro de mi adversario. Un grito de dolor y de cólera se escapa de los labios del elegante. Ni él ni sus compañeros ríen ahora. El zambo Matías aúlla como un poseído. Su voz, enronquecida por comprensible emoción, recorre toda la gama laríngea, todos sus matices desgarrados, en un plausible intento por excitar mi combatividad, pero en estos momentos no necesito de estímulos. En cambio el petimetre arrabalero ha perdido algo de su flemática confianza. Un brillo siniestro se ha encendido en sus ojos. El rictus de su boca se ha acentuado hasta el punto de que el áureo destello de sus dientes se hace visible de modo permanente. Ahora he de estar a la defensiva. El elegante me ataca con una energía y una pericia verdaderamente sorprendentes. Para atenuar el vigor de su ofensiva me veo obligado a agarrar la vera por ambos extremos. De esta manera alzándola rápidamente opongo al golpe del garrote contrario la parte céntrica del mío que se cimbra peligrosamente ante la violencia del choque. Tan pronto me he de cubrir la cabeza y los hombros como ambos costados. Hasta mis piernas quedan expuestas ante los "rastreros" que me endilga mi terrible adversario. No me da la más pequeña ocasión de ataque, ocupado como estoy en defenderme utilizando todos mis sentidos. He de saltar atrás, brincar de costado, cimbrarme, bajar la cabeza, empequeñecerme, desplazarme continuamente, oponiendo a la lluvia ininterrumpida de palos toda la pericia y habilidad que el zambo me ha inculcado en sus fecundas lecciones. Los ojos de mi repulsivo contendor tienen algo de felinos. Me acechan intensamente como si esperaran la más ligera oportunidad para echárseme encima y así es, efectivamente. A pesar de que conservo íntegramente todas mis facultades, experimento la vaga seguridad de haberme topado con un maestro consumado, de que este bocado resultará harto duro para mis dientes de cachorro.
El local de la pulpería, aunque más espacioso que los usuales en esta clase de negocios, resulta, sin embargo, insuficiente para nuestras evoluciones. Los rollos de mecate tirados en el suelo nos embarazan notablemente. Los espectadores, que se han agolpado en las puertas y trepado sobre el mostrador, forman una algarabía ensordecedora. El graso corpachón de Tiburcio, contorsionado por las emociones derivadas del combate, domina al de los demás. El golpeteo de los garrotes al chocar es tan sonoro y continuo como unas castañuelas. Mis paradas son casi automáticas. Pulpería y espectadores dan vueltas ante mi vista debido a mi rápido desplazamiento circular, pero esto es sólo una visión lateral, por decirlo así, porque mis ojos están fijos en los de mi adversario, el cual a su vez no los aparta de los míos, tal como si intentáramos hipnotizarnos mutuamente. Aprovechando ligeros claros, con movimientos tan rápidos como pestañeos, dejo libre uno de los extremos de mi vera y empleando indistintamente la diestra o la siniestra mano inicio ataques rudos aunque de corta duración. La luz es bastante deficiente. Las sombras alargadas de Tiburcio y otros espectadores trepados sobre el mostrador bailan fantásticamente sobre las paredes de donde penden, a la manera de muestrarios, arritrancas y sudaderos. Es algo tan sonoro y viril en incesante repiqueteo que forman los garrotes al chocar, que me siento como embriagado ante mi propia decisión y habilidad. Mis músculos vibran, tensos como cuerdas, y la defensa que ejecuto es tan rápida e instintiva que me sorprendo de poder llevarla a cabo sin tropiezos. Parece como si la madera hubiese adquirido de repente sensibilidad y acción propias. Como las antenas o palpos de ciertos insectos que disponen de una sensibilidad tan exquisita que les sirven de ojos en la oscuridad, así nuestros garrotes se entrecruzan, se rechazan, se buscan y se evitan con una hiperestesia similar. Una enconada saña me domina. Experimento feroces ansias de acabar con mi contrario lo antes posible. No tomo en cuenta el riesgo que corro, pues mi instinto de conservación se traduce en agresividad. Toda mi voluntad está concentrada en el combate, en la inmediata consecución de la victoria. De lo más profundo de mi ser me vienen, como bocanadas, repentinos impulsos de gritar, de ulular, de ensayar muecas espantables para aterrar a mi contendor, de rechinar los dientes como un salvaje. Felizmente estos efluvios ancestrales no logran atravesar mi frágil corteza de civilización. El combate prosigue con el mismo ritmo acelerado, con un coraje tan sostenido que, pese a la determinación que demostramos, no puede tardar en decidirse, ya sea a favor de uno o de otro. Mi vera, amarilla y lustrosa, es más fina y esbelta que el grueso garrote de puño de plata, tengo que oponer mayor habilidad para contrarrestar los efectos de un arma más pesada, que desarrollar una pericia mayor para evitar que la madera estalle al recibir tan rudo castigo, pero el espíritu combativo que me anima aguza mis facultades hasta el punto de hacer posibles todas estas cosas. No sé hasta cuándo habrá de prolongarse el combate. Mi contrario no da señales visibles de cansancio y en lo que a mí respecta estoy decidido a llegar hasta un límite extremo. Tal vez si llegaremos a rendirnos mutuamente. Pero no. Un incidente casual, providencial para mí, viene a dar un brusco e inesperado final a la contienda. Un rollo de mecate, desplazado de su sitio por las contingencias de la lucha, se enreda entre los pies de mi adversario obligándolo a abandonar por una fracción de segundo la guardia conveniente. Aprovecho instantáneamente el claro que se me presenta y con un silbido producido al cortar el aire en su rápida trayectoria mi vera, amarilla y lustrosa, se abate limpiamente sobre la cabeza del elegante. Aunque el sombrero de fieltro y la cuidada y abundante melena debieron atenuar el golpe considerablemente, lo he lanzado con un impulso tan decidido que mi contrario, con su antipático rictus y sus dientes orificados, se desploma pesadamente como una res herida.
Los gritos de rabia y las maldiciones de los compañeros del vencido me hacen comprender que tengo que afrontar un peligro mayor. Una "raja" de leña, de la que hay abundante provisión en la pulpería cruza el aire rozándome la sien. La pelea se generaliza. El zambo Matías, con su guayabo requemado, viene en mi ayuda. Se ha armado una barahúnda infernal. La voz aguda de Tiburcio resuena como un clarín en medio de la batalla. Estoy arrinconado por dos energúmenos que me atacan a la vez furiosamente, con intenciones siniestras que se retratan en sus feos rostros. Veo al zambo Matías, tranquilo como en una lección, abatir con el guayabo requemado a dos de sus contrarios. La luz se torna de pronto penumbrosa, vacilante. Es Tiburcio que apaga los candiles. Su voluminoso corpachón y su franela de rayas rojas se yerguen sobre el mostrador. Sopla desaforadamente urgido por matar la llama. La luz del último candil la erradica el propio zambo de un certero guayabazo. Peleamos en la oscuridad, a tientas. Mi vera, amarilla y lustrosa, describe molinetes agresivos mientras trato de abrirme paso hacia la puerta. Desgraciadamente mis pies se enredan en algo que no acierto a precisar y pierdo el equilibrio rodando por los suelos. Al incorporarme percibo la voz del zambo que me llama a gritos desde la calle. He de salir, cueste lo que cueste. Al intentar hacerlo me encuentro de pronto comprometido en una reñida y apretada lucha con uno de los agresores. Mi inesperado contendor es más fuerte que yo y sus dedos callosos se me aferran a la garganta. Lucho desesperadamente, esta vez por salvar mi vida. Por súbita inspiración me acuerdo de la navaja rabona que llevo en el bolsillo y con mano convulsa la busco y la abro casi instintivamente. Debo haber herido a mi contrario, pues éste suelta de pronto mi garganta lanzando una ahogada exclamación. Libre ya, avanzo hacia la puerta medio asfixiado, con el arma empuñada con fuerza, decidido a suprimir todo obstáculo que me impida reunirme con el zambo, que me llama aún con gritos alarmados.
Un instante después corremos velozmente por los oscuros callejones, tropezando aquí y allá en agujeros y baches, mientras la voz entrecortada del zambo me va enterando, para mi propio pasmo, de que el elegante saladillero, el petimetre de arrabal que he logrado abatir ha sido nada menos que el famoso golondrino.

NOTA: 


"Uno de Los de Venancio".  

Alejandro García Maldonado (1899 -1961).     
Monte Ávila Editores, C.A.  Impreso en Madrid- España 1979.
(556  Páginas.  Referencia Pag. No. 53-64)   
"Uno de Los de Venancio" fue publicado por primera vez en 1924.

VENANCIO PULGAR, caudillo y militar zuliano. Nace en Maracaibo el 07 de noviembre de 1838 y muere en Caracas el 08 de octubre de 1897.

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