En la obra "Uno de los de Venancio"
(1924)*, el autor mirandino Alejandro García
Maldonado (1899-1961), relata una aventura vivida por tres
personajes en "El Saladillo" de Maracaibo (Estado Zulia), quienes
usaron en la contienda una vera amarilla, un guayabo y un grueso garrote de puño de plata. "Aventura" es el título
del capítulo en donde se destaca la hazaña del protagonista Miguel "Miguelito" Herrera y su
maestro el zambo Matías
contra un consumado esgrimista del bastón del Maracaibo del siglo XIX, el famoso "Golondrino".
“Uno de los de Venancio”
“Aventura”
"Tres
sombras nos deslizamos en la oscuridad. Cruzamos un callejón contiguo a la
calle del Jabón,
rumbo a los barrios de peor fama. La iluminación se hace cada vez
más
deficiente. El farol de la esquina, con su luz anémica, amarillenta,
casi agonizante, es el límite
fijado a la zona de relativa seguridad. De allí en adelante
nos lanzaremos a plena aventura", dice Miguel: "Voy armado de una
buena vera, amarilla y lustrosa, y el bolsillo del pantalón se me abulta con
una navaja rabona que he querido llevar con reserva, por si es necesario
usarla en caso de apuro.
El largo Hermócrates es uno de mis
compañeros. El
otro es nada menos que mi maestro de esgrima maderera, el zambo
Matías en persona. Hermócrates
no está de acuerdo con esta incursión belicosa. Su temperamento apacible y su buen
sentido le hacen ver claramente lo absurdo de mi propósito,
pero sus consejos no hacen mella en mi decisión. Además, me siento
apoyado y protegido por el propio zambo Matías, a cuya opinión asigno un gran
valor. El zambo es un hombre de gran experiencia, sus
chicharrones cenicientos lo proclaman así,
aunque sería empresa harto escabrosa precisar el número de años que la
naturaleza empleó para
despigmentar sus cabellos.
A pesar de la
aprobación que
imparte a mis locuras, el zambo no es de temperamento levantisco,
antes al contrario. Su bondad es proverbial, aunque cree firmemente que el
mundo es de los guapos. Para él, guapo
y tirador de palos es una misma cosa. Hasta los éxitos científicos los explica a su manera.
"Ese dotol es chivato -dice- porque antecedente, cuando chavalón, fue
tirador de palos". Y nadie lo hace
desistir de su idea.
Para él no hay
mayor mérito en
el mundo que el que imparte esta habilidad. A mí me ha tomado un
gran cariño. Soy
"su esperanza", como dice frecuentemente. Me ha enseñado
todas las triquiñuelas del oficio y está tan
satisfecho de su discípulo que cree a pie juntillas que puedo habérmelas tiesas hasta
con el propio Chato, aunque mis pretensiones no
llegan a tanto. El solo nombre del Chato o del Golondrino me hace palidecer aún.
Hermócrates trata de
convencerme, con razones ya profundas, ya atipladas, según sus modalidades
laríngeas,
para que renuncie o al menos aplace mi descabellada e inútil empresa, pero el
zambo protesta indignado. La aventura de esta noche la acometo bajo sus
auspicios.
-Mirá, Miguel -me dice el largo
Hermócrates
con gran sentido práctico-,
nada vais a ganar con agarrarte con esos saladilleros. Venite p'al
billar otra vez y no te metáis en
brollos.
Es cosa convenida que Hermócrates nos acompañará solamente hasta el
farol divisorio. De ahí en
adelante irá
conmigo el zambo en calidad de guía y espaldero, para evitarme emboscadas y cayapas.
Una peinilla, oculta
en una sucia vaina de cuero, pende de su hombro y un guayabo requemado, reliquia de su veteranía, tesoro de sus
buenos tiempos, se balancea modestamente, a la manera
de un bastón
inofensivo, bajo su diestra negra y callosa.
La pulpería de Tiburcio es el
sitio escogido para mi iniciación en
estas andanzas. Así fue decidido
por mi compañero
después de
maduras reflexiones. Al principio se había pensado en una
garita situada en el propio corazón de El Saladillo, donde se juega, se baila y
se bebe sin tasa ni medida, y que goza de un envidiable renombre
debido a que en ella son frecuentes las tragedias auspiciadas
por el aguardiente. El amo y señor de
tan interesante centro recreativo es el propio Chato,
inquietante circunstancia que contribuyó a disuadirme de
tentar la empresa por ese lado.
El zambo, entusiasmado con su
modesto discípulo, no
ve inconveniente alguno en que me enfrente "pelo
a pelo" con tan terrible personaje, pero he glosado de tantas maneras las
hazañas de este héroe del hampa
saladillera que soy víctima
de mi propio exceso de imaginación y no puedo sobreponerme
a la idea que me he forjado de sus fantásticas condiciones.
La elevada silueta
de Hermócrates
se yergue junto al
farol, alicaída y
preocupada. Su estatura es tan exagerada, que su cabeza, tocada de un minúsculo sombrero,
alcanza el mismo nivel que la anémica lucecilla de petróleo. No tardamos en perderle de vista. Caminamos de prisa en la oscuridad.
Son las nueve, más o
menos. En el silencio reinante se perciben voces aisladas y llantos de chiquillos
tras las cerradas puertas.
Me siento algo extraño y desasosegado, lo
que atribuyo a la natural excitación de todo bisoño, pero no
experimento temor alguno. La mano se me crispa involuntariamente sobre la vera,
amarilla y lustrosa. Ensayo rápidos
molinetes con una soltura que me ha valido muchas veces las congratulaciones
del zambo y me siento satisfecho de mis condiciones físicas. Un par de
encuentros con hombres sospechosos, de mala catadura, no ha tenido consecuencias
desagradables gracias a nuestra actitud decidida y a la peinilla de
Matías,
que, apenas salida de su vaina, brilla con tan siniestro
resplandor que nos alegra el alma. Según mi compañero estamos ya próximos a nuestro
destino. En efecto, apenas transcurridos breves minutos, la pulpería de Tiburcio se
hace visible a nuestros ojos. No difiere en nada de
cualquiera otra pulpería,
aunque es más
espaciosa y de mayores pretensiones. Por el contraste que presenta
con la oscuridad reinante su iluminación, a base de candiles
de petróleo, se
nos antoja deslumbrante. La concurrencia debe ser levantisca porque desde aquí se
percibe el eco de gritos y discusiones. En un guardacantón de la esquina están atados dos caballos
ensillados, de aspecto tristón. Sus
propietarios han entrado probablemente a remojarse el gaznate. Los podemos ver
desde aquí, fácilmente
reconocibles por los sombreros alones de “pelo de guama". Deben ser dos montunos o trabajadores del campo lo
suficientemente "atravesados" para correr el riesgo de un
encuentro con malhechores nocturnos. Matías me
hace una seña y entramos en la pulpería. Tiburcio, el propietario,
me mira con extrañeza. Es
un hombre enorme, obeso, de bigotes inverosímiles.
Luce franela de rayas rojas de dudosa limpieza y sobre la panza inmensa,
tratando en vano de contener la avalancha de
grasa, le cruza una anchísima
faja de cuero negro con rojizos pespuntes, de la
cual pende, a la manera de un apéndice, un cuchillo de regular tamaño. Una tertulia de
hombres torvos, probables parroquianos habituales, posesionados del modo más pintoresco de
improvisados asientos constituidos por rollos de mecate y aún por el rechinante
mostrador, departen entre sí de la manera más
ruidosa y agresiva. Por la facha que se gastan barrunto que se trata de un
grupo de los temibles guapos saladilleros, sospecha que me produce satisfacción,
aunque con mezcla de cierto sobresalto que
no puedo desechar por completo. En rigor no puedo quejarme, pues a gente de esta clase es a la que, precisamente, he venido
a buscar. Los examino con atención. Su indumentaria
es heterogénea
pero uniformemente sórdida.
Hay entre ellos, sin embargo, una notable excepción. Se trata de un
hombre de edad indefinida vestido con esmero, aunque con una exageración de mal gusto.
Leontina dorada sobre el chaleco y sortijas en los dedos. Algo tan insólito que me
deja perplejo por un instante. El elegante saladillero luce también un sombrero de
fieltro negro coquetonamente ladeado sobre una melena abundante y brillante
por el exceso de grasa. Sus labios, contraídos en un rictus
perenne, permiten ver parte de sus dientes orificados. Nunca he visto nada tan
agudamente desagradable como la fisonomía de este hombre. Un
bastón
grueso, de corto puño de
plata, descansa sobre sus rodillas y cuando se dirige a sus compañeros lo hace con tal
aire de suficiencia y autoridad que me causa un escalofrío de disgusto.
En un rincón de la pulpería alcanzo a ver a
una mujer morena, joven aún, de. pelo
alborotado, que ríe en
este momento las discutibles gracias de un borrachito desmirriado, con cara de
ratón, que
balbucea incoherencias sobre un vaso de aguardiente.
El zambo y yo con
un "salú, señores" nos
acercamos al mostrador. Solamente los montunos, que se retiran ya, responden a
nuestro saludo. Los guapos nos miran de soslayo, recelosamente.
-¡Mi alma!
-exclama sorprendido Tiburcio, el propietario, con una voz de timbre afeminado sorprendente en aquel hombretón-. ¿No sois vos el Zambo
Matías? ¿Di´ ande salís ahora, cristiano?
Tiburcio y el zambo se saludan con una efusión de antiguos
amigos. Pedimos un par de palos de ron que
trasegamos al gaznate de un solo golpe, como expertos. -¿Di’ ande habéis sacao a este
patiquín?
-pregunta Tiburcio al zambo en voz baja, pero que oigo,
sin embargo perfectamente.
No me siento muy a gusto en este momento. Las cosas
no suceden exactamente como me las había figurado. Hasta
me siento algo ridículo
con la vera, amarilla y lustrosa, entre mis manos. Creo sorprender
una irónica
chispa en los ojos del elegante, circunstancia que aumenta mi confusión. A pesar
del trabajo que me he tomado en arreglar mi indumentaria sospecho que ésta revela mi condición de patiquín lo suficiente
para hacerme víctima
de la animadversión
general. Para remate la moza de pelo alborotado, cansada de departir
con el borrachito desmirriado, dirige sus eróticas baterías contra mi
persona. Fingiendo arrumacos se me acerca hasta el punto de arrojarme a la cara
su
aliento aguardentoso y trata de abrazarme con la desvergüenza
característica de su oficio. A pesar de mis pujos de hombre formado carezco de la
experiencia del prostíbulo, Un
pudor innato me lo ha impedido. Este incidente acaba de
desconcertarme. No pude prever semejante contingencia. Mi confusión produce
probablemente un cómico
efecto porque oigo al elegante saladillero y a sus compañeros
prorrumpir en tan soeces carcajadas que se me antojan una provocación.
Rechazo a la mujer con aire decidido. Debo
estar muy pálido.
El zambo Matías me
toma por un brazo e intenta decirme algo por lo bajo, pero lo rechazo
igualmente. Cuando la cólera me
invade lo veo todo rojo y no soy capaz de contenerme. Además he venido a
fajarme y debo aprovechar tan excelente ocasión. Avanzo con
decisión hacia
el petimetre saladillero que se ha levantado de su asiento y recogido su grueso
garrote de puño de
plata. Me resulta tan repulsivo este individuo, con ese rictus que le levanta el extremo del labio
superior dejando al descubierto los dientes orificados, que me causa escalofríos el sólo contemplarlo,
como si se tratara de una serpiente. Noto que estos guapetones no me toman en serio.
Soy objeto de una rechifla. Sólo
cuando mi vera, amarilla y lustrosa, describe en el aire un rápido molinete y se
abate sobre su objetivo, que en este caso es el propio elegante, es cuando comprenden que la cosa va de
veras.
Apenas he iniciado
el ataque cuando me percato de que me las he de haber con un maestro consumado. A pesar de mi rápida acometida el
saladillero, con su garrote de puño de plata, ha ejecutado
un quite admirable, sin esfuerzo aparente. Sus compañeros, como si
obedecieran a una consigna, se retiran a un lado abriéndonos sitio. El
saladillero ríe con
tan insolente desdén que aumenta
mi indignación y
agresividad. Mi ataque es brusco, rapidísimo, lleno de decisión. Nunca me he
sentido tan seguro de mí mismo.
Tan pronto silba mi vera en trayectorias verticales como zumba en
horizontales. Se oye un continuo golpeteo, a veces tan poderoso que parece un
milagro que los garrotes no estallen con el recio choque, pero tengo plena
confianza en la solidez del mío. Ha
sido escogido por el propio zambo Matías y posee una
resistencia única.
El elegante continúa a la ofensiva,
haciendo derroche de seguridad y maestría y sin demostrar
esfuerzo alguno al contrarrestar mi ataque. A pesar de la cólera que me invade me doy cuenta
instintivamente de que mi contendor quiere cansarme, agotar mis fuerzas en
lo posible antes de tomar la ofensiva. Los consejos del zambo me bailan en el cerebro. Cambio mi tren de ataque
por otro menos movido. En una treta, aprendida de mi maestro, finjo un ligero descuido y me descubro por un instante,
lo cual aprovecha mi contrario para
lanzarme, con su grueso garrote de puño de plata, un
golpe tan endiablado y decidido que allí hubieran acabado
mis aventuras sin mi agilidad y juventud. Esquivo el golpe con rapidísimo movimiento
mientras mi vera, amarilla y lustrosa, se abate silbando sobre el hombro de mi
adversario. Un grito de dolor y de cólera se escapa de los labios del elegante. Ni él ni sus compañeros ríen ahora. El zambo
Matías aúlla
como un poseído. Su
voz, enronquecida por comprensible emoción, recorre toda la
gama laríngea,
todos sus matices desgarrados, en un plausible intento por
excitar mi combatividad, pero en estos momentos no necesito de estímulos.
En cambio el petimetre arrabalero ha perdido
algo de su flemática
confianza. Un brillo siniestro se ha encendido
en sus ojos. El rictus de su boca se ha acentuado hasta el punto de que el áureo destello de sus
dientes se hace visible de modo permanente. Ahora he de estar a la defensiva.
El elegante me ataca con una energía y una pericia
verdaderamente sorprendentes. Para atenuar el vigor de su ofensiva
me veo obligado a agarrar la vera por ambos extremos. De esta manera alzándola rápidamente opongo al
golpe del garrote contrario la parte céntrica del mío que se cimbra peligrosamente
ante la violencia del choque. Tan pronto me he de cubrir la cabeza y los
hombros como ambos costados. Hasta mis piernas quedan expuestas ante los
"rastreros" que me endilga mi terrible
adversario. No me da la más pequeña ocasión de ataque, ocupado
como estoy en defenderme utilizando todos mis sentidos. He
de saltar atrás,
brincar de costado, cimbrarme, bajar la cabeza,
empequeñecerme,
desplazarme continuamente, oponiendo a la lluvia ininterrumpida de palos
toda la pericia y habilidad que el zambo me ha inculcado en sus fecundas
lecciones. Los ojos de mi repulsivo contendor tienen algo de felinos. Me acechan
intensamente como si esperaran la más ligera oportunidad para echárseme encima y así es, efectivamente.
A pesar de que conservo íntegramente
todas mis facultades, experimento la vaga seguridad de haberme topado con un maestro
consumado, de que este bocado resultará harto duro para
mis dientes de cachorro.
El local de la pulpería, aunque más espacioso que
los usuales en esta clase de negocios, resulta, sin
embargo, insuficiente para nuestras evoluciones. Los rollos de mecate tirados
en el suelo nos embarazan notablemente. Los espectadores, que se han agolpado
en las puertas y trepado sobre el mostrador, forman
una algarabía
ensordecedora. El graso corpachón de
Tiburcio, contorsionado por las emociones derivadas del combate, domina al de
los demás. El
golpeteo de los garrotes al chocar es tan sonoro y continuo como unas castañuelas. Mis paradas
son casi automáticas.
Pulpería y
espectadores dan vueltas ante mi vista debido a mi rápido desplazamiento
circular, pero esto es sólo una visión lateral, por decirlo así, porque mis ojos
están fijos
en los de mi adversario, el cual a su vez no los aparta de los míos, tal como si
intentáramos
hipnotizarnos mutuamente. Aprovechando ligeros claros, con movimientos tan rápidos como pestañeos, dejo libre uno
de los extremos de mi vera y empleando indistintamente la diestra o la
siniestra mano inicio ataques rudos aunque de corta duración. La luz es
bastante deficiente. Las sombras alargadas de Tiburcio y otros espectadores trepados
sobre el mostrador bailan fantásticamente
sobre las paredes de donde penden, a la manera de muestrarios, arritrancas
y sudaderos. Es algo tan sonoro y viril en incesante repiqueteo que forman los garrotes al chocar, que me siento como
embriagado ante mi propia decisión y habilidad. Mis músculos vibran,
tensos como cuerdas, y la defensa que ejecuto es tan rápida e instintiva
que me sorprendo de poder llevarla a cabo sin tropiezos. Parece como si la
madera hubiese adquirido de repente sensibilidad y acción propias. Como las antenas
o palpos de ciertos insectos que disponen de una
sensibilidad tan exquisita que les sirven de ojos en la oscuridad, así nuestros garrotes
se entrecruzan, se rechazan, se buscan y se evitan con una hiperestesia
similar. Una enconada saña me domina.
Experimento feroces ansias de acabar con mi contrario lo antes posible. No tomo
en cuenta el
riesgo que corro, pues mi instinto de conservación se
traduce en agresividad. Toda mi voluntad está concentrada en el combate, en la inmediata consecución de la victoria.
De lo más
profundo de mi ser me vienen, como bocanadas, repentinos impulsos de gritar, de ulular,
de ensayar muecas espantables para aterrar a
mi contendor, de rechinar los dientes como un salvaje. Felizmente estos
efluvios ancestrales no logran
atravesar mi frágil
corteza de civilización. El
combate prosigue con el mismo ritmo acelerado, con un coraje tan sostenido
que, pese a la determinación que
demostramos, no puede tardar en decidirse, ya sea a favor de
uno o de otro. Mi vera, amarilla y lustrosa, es más fina y esbelta
que el grueso garrote de puño de
plata, tengo que oponer mayor habilidad para contrarrestar los
efectos de un arma más
pesada, que desarrollar una pericia mayor para evitar que la madera estalle
al recibir tan rudo castigo, pero el espíritu combativo que
me anima aguza mis facultades hasta el punto de hacer posibles todas estas
cosas. No sé hasta
cuándo habrá de prolongarse el combate. Mi contrario no da
señales visibles de cansancio y
en lo que a mí respecta estoy decidido a
llegar hasta un límite extremo. Tal vez si
llegaremos a rendirnos mutuamente. Pero no. Un incidente casual, providencial para mí, viene a dar un
brusco e inesperado final a la contienda. Un rollo de mecate,
desplazado de su sitio por las contingencias de la lucha, se enreda entre los
pies de mi adversario obligándolo a
abandonar por una fracción de
segundo la guardia conveniente. Aprovecho instantáneamente el claro
que se me presenta y con un silbido producido al cortar el aire en su rápida trayectoria mi
vera, amarilla y lustrosa, se abate limpiamente sobre la cabeza del elegante.
Aunque el sombrero de fieltro y la cuidada y abundante melena debieron atenuar
el golpe considerablemente, lo he
lanzado con un impulso tan decidido que mi contrario, con su antipático
rictus y sus dientes orificados, se desploma pesadamente como una
res herida.
Los gritos de rabia y las
maldiciones de los compañeros del vencido me hacen comprender que tengo
que afrontar un peligro mayor. Una "raja" de leña, de la que hay
abundante provisión en la pulpería cruza el aire rozándome la sien. La pelea se generaliza. El
zambo Matías, con su guayabo requemado,
viene en mi ayuda. Se ha armado una barahúnda infernal. La voz aguda de
Tiburcio resuena como un clarín en
medio de la batalla. Estoy arrinconado por dos energúmenos que me atacan a la vez furiosamente, con intenciones
siniestras que se retratan en sus feos rostros. Veo al zambo Matías, tranquilo como en una lección, abatir
con el guayabo requemado a dos de sus contrarios. La luz se torna de
pronto penumbrosa, vacilante. Es Tiburcio que apaga los candiles. Su voluminoso corpachón y su franela de rayas rojas se
yerguen sobre el mostrador. Sopla desaforadamente
urgido por matar la llama. La luz del último candil la erradica el propio zambo
de un certero guayabazo. Peleamos en
la oscuridad, a tientas. Mi vera, amarilla y lustrosa, describe molinetes agresivos mientras trato de abrirme paso
hacia la puerta. Desgraciadamente mis pies se enredan en algo que no acierto a precisar y pierdo el equilibrio rodando
por los suelos. Al incorporarme
percibo la voz del zambo que me llama a gritos desde la calle. He de salir,
cueste lo que cueste. Al intentar hacerlo
me encuentro de pronto comprometido en una reñida y apretada lucha con uno de los agresores. Mi inesperado contendor
es más fuerte que yo y sus dedos callosos se me aferran a la garganta. Lucho desesperadamente, esta vez por salvar mi
vida. Por súbita inspiración me
acuerdo de la navaja rabona que llevo en el bolsillo y con mano convulsa la
busco y la abro casi instintivamente.
Debo haber herido a mi contrario, pues éste suelta de pronto mi garganta
lanzando una ahogada exclamación.
Libre ya, avanzo hacia la puerta medio asfixiado, con el arma empuñada con
fuerza, decidido a suprimir todo obstáculo que me impida reunirme con el zambo,
que me llama aún con gritos alarmados.
Un instante después corremos velozmente por los oscuros callejones, tropezando aquí y
allá en agujeros y baches, mientras la voz
entrecortada del zambo me va enterando, para mi propio pasmo, de que el elegante saladillero, el petimetre de
arrabal que he logrado abatir ha sido nada menos que el famoso golondrino.
NOTA:
NOTA:
"Uno de Los de Venancio".
Alejandro García Maldonado (1899
-1961).
Monte
Ávila Editores, C.A.
Impreso en Madrid- España 1979.
(556 Páginas.
Referencia Pag. No. 53-64)
"Uno de Los de Venancio" fue publicado por
primera vez en 1924.
VENANCIO PULGAR, caudillo y militar zuliano. Nace en Maracaibo el 07 de noviembre de 1838 y muere en Caracas el 08 de octubre de 1897.
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